sábado, 3 de octubre de 2009 0 comentarios
FELICIDAD A LA CARTA



¿Cómo ser feliz?. Cada sociedad ubica su ideal en ciertas formas materiales, espirituales e institucionales que la generación siguiente ve como pasadas de moda o simplemente ya adquiridas y, por lo tanto, sin interés.

La felicidad no se obtiene de lo ya alcanzado, porque ser feliz es un reto, no un dato.

Pensemos en la burguesía naciente que, buscando su propio ideal, se apartó del lujo aristocrático, y también de la miseria y reivindicó una cierta comodidad: “el bienestar”, que acabó siendo equiparable a “felicidad”.

Hoy convivimos con hornos y licuadoras que no nos brindan ningún tipo de placer porque ya están dados; permanentemente exigimos un mejor-estar.

Para colmo ese ideal, propio de la era capitalista, restringió aún más el concepto de felicidad, pues ya no se trata ni siquiera de satisfacer todos los deseos, sino sólo aquellos que tengan una respuesta visible. La felicidad a través del consumo.

Desde hace algunas décadas cuando nos preguntan qué buscamos en la vida, la respuesta obligada es, invariablemente, “felicidad”; confiamos en la sensatez de nuestro interlocutor para no preguntar qué es eso, porque hablar de la felicidad siempre es riesgoso. Es más fácil experimentarla: existen momentos en que nos atrevemos a decir “Estoy feliz”, y los más osados llegan incluso a declarar que son felices.

Aunque sabemos por experiencia que la felicidad no es un estado, insistimos en creer que seremos felices si cumplimos nuestros deseos: el puesto esperado, la casa propia, el amor correspondido, el hijo universitario...

Así, confundimos la felicidad con la satisfacción de necesidades que, una vez satisfechas, ni siquiera despiertan alegría, porque pasan a formar parte de lo cotidiano.

La felicidad es siempre fugaz. El tiempo durante el cual podemos decir con sinceridad “estoy feliz” siempre es breve: son los grandes momentos de nuestra vida, aquellos que la iluminarán para siempre.

A lo largo de la historia, la idea de felicidad ha estado ligada a la fuerza de voluntad, estableciendo que si nos mantenemos en el camino adecuado seremos felices. Así, “satisfacción inmediata”, “alegría”, “bienestar”, “lucha” o “serenidad” pueden convertirse en sinónimos de felicidad: cada uno elige dependiendo de su personalidad, biografía, deseos y contexto social.

LA FELICIDAD HA DEJADO DE SER UNA POSIBILIDAD PARA CONVERTIRSE EN UNA OBLIGACIÓN, EN UN DEBER.

Vivimos en una sociedad “hedonista” que promueve el gozo sin límites, confunde placer y felicidad, y parte del supuesto de que todos debemos ser felices.

En “La Euforia Perpetua”, Pascal Bruckner explica este “deber de felicidad” que resume la demanda social: existimos para obedecer un solo mandamiento, el de ser felices. Ha desaparecido la idea de que en la vida uno tiene que ir escalando dificultades y demostrándose que es capaz de cierta altura moral.

Si antes se educaba a los hijos para que transmitieran los valores de la civilización, los principios y tradiciones de un pueblo, para que adquirieran sabiduría y se convirtieran en hombres honestos, justos y leales, para que valoraran la amistad, fueran útiles a la sociedad y conservaran la hacienda familiar, nuestra época ha sustituido esas aspiraciones por un solo mandato: ser felices.

Aun sin tener muy claro el significado del concepto, hay una aceptación generalizada: nadie se opone a ser feliz.

Para aquellos que ignoran cómo lograrlo, la respuesta está a la mano: los estantes con libros de superación personal y charlatanería exclaman: ¡Ser feliz es una decisión! O, para decirlo con las palabras de moda, “una actitud”, en la que independientemente de mis condiciones de vida, mi carácter y las enfermedades que haya padecido, si no soy feliz es porque no quiero.

La capacidad de invocar la felicidad a través de ejercicios y libros de autosuperación es inherente al ser humano. La instrucción es clara: no dejar nunca que el dolor destruya mi fortaleza espiritual.

¡Como si fuera posible! como si entre los ingredientes de la vida no estuvieran la amargura y la tristeza, como si pudiéramos blindarnos a la realidad, como si al enfrentar con buena cara la muerte, el abandono o cualquier otra pérdida no los estuviéramos negando. Como si no fuera necesario vivir el dolor (no hablamos de regodearse en él) para poder superarlo.

La sociedad no lo ve así y señala como culpable a aquel que renuncia a ser feliz, incluso lo considera responsable de sus desgracias por no enfrentar la vida con optimismo.

“Yo no creo —dice Bruckner— que el surgimiento de la felicidad dependa de nosotros; no la podemos ordenar como ordenamos una comida. Más bien la veo como un arte indirecto, porque la felicidad siempre viene relacionada con otra cosa: nos involucramos en un proyecto y al realizarlo —aunque se alcancen o no los fines buscados— hay momentos de felicidad. La parte activa del ser humano consiste en reconocer la llegada de la felicidad y en la capacidad de recibirla. La felicidad nunca se alcanza directamente, sino que se deriva de una serie de acontecimientos; pero sí está en nuestro poder recibirla o cerramos a ella”.

Todo aquel que ha vivido la alegría de hacer una investigación, de presentar un proyecto arquitectónico, de proponer una nueva estrategia de ventas, de organizar un viaje largamente acariciado o de apoyar una causa, probablemente ha visto chispazos de felicidad, que puede gozar o ignorar. Creer que uno puede invocar, retener o comprar la felicidad no es más que una ilusión.

EL DERECHO A LA TRISTEZA


Ningún estado de ánimo convoca tanta oposición como la tristeza. Apenas borramos la sonrisa y la gente se siente con derecho a intervenir en nuestras vidas, preguntándonos: “¿Qué te pasa?”.

A nadie le gusta presenciar la tristeza porque es contagiosa, porque hace pensar en los miles de motivos que existen para estar triste y porque ver el dolor, duele. Sin embargo, la tristeza alguna vez estuvo de moda, de la mano de la melancolía; recordemos el taeduim vitae de los griegos y el romanticismo que valoraba la tristeza por provenir de lo más profundo del ser humano. En cambio, la alegría era considerada superficial, tonta, popular: cualquier hijo de vecino podía estar alegre y reír todo el día. Era vulgar.

Hoy, las cosas son diferentes. El signo de nuestra época es la alegría, el entusiasmo, las ganas de vivir. La risa acecha desde los maniquíes, los anuncios espectaculares, los comerciales. Están en boca de todos los edecanes, los vendedores, las recepcionistas. Todos queremos que nos atiendan con una sonrisa en la boca, negando los problemas, fingiendo que les alcanza el sueldo, que la vida les resulta fácil.

Y sin embargo... existen motivos de tristeza, de melancolía o de añoranza, y no siempre queremos disfrazarlos: a veces insistimos en vivirlos hasta el fondo, agotarlos. Ahora lo llaman depresión.

De acuerdo, queremos deprimirnos porque tenemos buenos motivos para ello, estamos decididos a sufrir porque nuestra pena lo amerita aunque los demás no quieran verlo, aunque hagan todo lo posible por alegrarnos. No nos queremos animar porque estamos viviendo una pérdida o una decepción, o simplemente caímos en un bache y necesitamos tiempo y energía para salir de ahí.

¿Quién dijo que los seres humanos tenemos vocación de castañuelas? “Sonríe y el mundo estará contigo” nos dicen los que promocionan la sonrisa como sinónimo de fe y de esperanza, una sonrisa idiota que se utiliza como contraseña para ser aceptados entre los vivos.

Pero hay días en que el mundo no está con nosotros, por lo menos no como quisiéramos. Días en que el dolor duele tanto que no podemos ubicarlo en ningún lado para extirparlo de raíz. En que dormimos sólo para ver si la pena se desvanece o confunde con los sueños. O lloramos, para que el dolor se vaya diluyendo, para erosionar el sufrimiento con nuestras lágrimas. Otras veces hablamos sin parar, torturando a quien nos escucha con la misma historia mil veces contada. Y si no podemos dormir, ni llorar, ni hablar, entonces nos endurecemos y nos callamos. Y la tristeza sale a través de gritos, de agresiones pasivas, de desconfianza, de mezquindades. Sale como un huracán o como una llovizna, arrasándolo todo o desgastándolo..., y poco a poco va cediendo frente a la posibilidad de nuevos proyectos.

MELANCOLÍA.

Dicen que la depresión es la versión actualizada de la melancolía, que ambas están relacionadas con la tristeza, el dolor y la inactividad y, por lo tanto, son la misma enfermedad.

A lo largo de la historia, la melancolía ha sido vecina cercana del vacío de la existencia y de la pérdida del sentido, o del intento infructuoso de imponer un sentido. Sin embargo, el romanticismo la dotó de cierto encanto: melancólicos eran los creadores, los genios, aquellos cuya sed siempre sería superior a sus posibilidades.

El diccionario de la Real Academia se refiere a la melancolía como una “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre, el que la padece, gusto ni diversión en ninguna cosa”.

Destaquemos de esta definición la característica de “sosegada”: no hay desesperación ni ansia de liberarse de la tristeza; es una forma de convivir con ella, manteniendo un equilibrio que brinda serenidad. Este es un rasgo que la distingue de la depresión; el otro es la indiferencia.

En la melancolía no hay apatía (o indiferencia) ni sensación de ser ajenos a la realidad, mientras que la depresión suele ser improductiva, paralizante, sólo se recrea a sí misma.

La depresión cancela los deseos, mientras que la melancolía es una especie de deseo sin dolor, una tristeza con placer que puede acercarnos a la calma o incluso a la lucha.

Si hoy identificamos la melancolía con depresión, es buena parte por la patología del lenguaje con la que, como buenos herederos de Freud, equiparamos todo comportamiento a una enfermedad. Así, esa melancolía, de pronto se vuelve indeseable, un sentimiento a erradicar, por no ser compatible con la actual concepción de la vida como un estado de “EUFORIA PERPETUA”. Sin embargo, la melancolía es una forma de ver la vida y de habitar el mundo que no está peleada con la felicidad. Una forma de apegarse a los bellos recuerdos y a los sueños inalcanzables; de ejercer la tristeza.

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