Un abrazo por favor...

jueves, 12 de febrero de 2009 0 comentarios
Hace 20 años manejaba un taxi, lo hacía en el turno nocturno. Mi auto se convirtió en un confesionario móvil, los pasajeros subían y me contaban su vida. Encontré personas cuyas vidas me asombraban, me halagaban, me hacían reír y también me deprimían.
Pero ninguna me conmovió tanto como la mujer que recogí una noche. Respondí una llamada de un pequeño edificio en una tranquila parte de la ciudad, pensé que recogería personas saliendo de una fiesta, alguien que había tenido una pelea con su amante o un trabajador que debía de llegar temprano a la fábrica.
Cuando llegué a las 2.30 de la mañana, el edificio estaba oscuro, excepto por una luz en la ventana del primer piso. Muchos conductores sólo hacen sonar su claxón una o dos veces, esperan un momento y después se van.
Aunque la situación se veía peligrosa, yo siempre iba hacia la puerta. Sentí en mi corazón que este pasajero necesitaría ayuda, así que caminé hasta la entrada y al tocar, una frágil voz respondió. Pude escuchar que algo era arrastrado por el piso; después de una larga pausa, la puerta se abrió.
Una pequeña mujer, de unos 80 años, se paró frente a mí. Llevaba puesto un vestido floreado y un sombrero con velo, como alguien de una película de los años 40.
A su lado había una pequeña maleta, el departamento se veía como si nadie hubiera vivido ahí durante años, los muebles estaban cubiertos con sábanas, no había relojes ni cuadros en las paredes. Ella repetía su agradecimiento por mi gentileza: “No es nada –le dije-, yo sólo intento tratar a mis pasajeros de la forma que me gustaría que mi madre fuera tratada”. “¡Oh!, estoy segura de que es un buen hijo”, respondió ella.
Cuando llegamos al taxi me dio una dirección, entonces preguntó: “¿ Podría manejar a través del centro? “Ese camino no es el más corto”, le respondí. “No importa –comentó-, no tengo prisa, voy camino al asilo”. La miré por el espejo retrovisor y en sus ojos rodaban algunas lágrimas.
“No tengo familia –me contó-, y el doctor dice que no me queda mucho tempo”. Sin pensarlo, apagué el contador que marcaba el costo del viaje, y le pregunté: “¿Qué ruta le gustaría seguir?”
Por las siguientes dos horas manejé a través de la ciudad, ella me enseñó el edificio donde había trabajado. Conduje hacia el vecindario donde junto con su esposo vivió cuando eran recién casados; luego me pidió que nos detuviéramos frente a un negocio de muebles, donde una vez hubo un salón de baile al que iba a bailar cuando era adolescente.
De repente me pedía que pasara lentamente frente a un edificio en particular o una esquina, y miraba en la oscuridad, sin decir nada. Con el primer rayo de sol apareciendo en el horizonte, repentinamente me dijo: “ Estoy cansada, llegó el momento de irnos”.
Manejé en silencio hacia la dirección que me había dado, era una pequeña casa y dos asistentes vinieron hacia el taxi tan pronto llegamos.
Ellos eran muy amables y cuidaban cada uno de sus movimientos. Yo abrí la puerta, y suavemente sentaron a la señora en una silla de ruedas. “¿ Cuánto le debo?, preguntó buscando en su bolso. “Nada”, respondí. “Es tu trabajo, debes cobrarme”. “Habrá otros pasajeros”, le contesté.
Casi sin pensarlo sentí un gran deseo de abrazarla, ella me sostuvo con fuerza y dijo: “NECESITO UN ABRAZO”.
Apreté su mano y me despedí sintiendo que nunca más la vería, la puerta se cerró y fue como el sonido de una vida concluida…

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